Cristina Peri Rossi, del exilio al
Cervantes
Le puso cuerpo al cuerpo que es palabra fluctuante.
Se adelantó a la cuarta ola feminista y a la deconstrucción de los vínculos
sexoafectivos. Nos advirtió que el amor es una droga dura porque te hace ver
personas que no existen. Fue más allá que el extranjero de Camus porque cuando
se enteró del atentado de las Torres Gemelas, Cristina Peri Rossi se fue a
hacer el amor con otra mujer y tan campante. Así acuerpó una literatura
contracanónica, una resistencia de cara a todas las dictaduras como ella misma
dice, no importa que sean también regímenes estéticos.
Sin miedo a la poesía dentro de la prosa como en su mítica novela, Solitario
de amor (1988), donde el personaje de Aída trasciende a las lectoras que se
identifican con ella o con la voz que canta y le aúlla a su deseo; la
galardonada con el Premio Cervantes 2021 conversa poetizando. Afirma, por
ejemplo, que se sale del amor como de una catástrofe aérea. Así son sus
imágenes, claras, contundentes, de honda sencillez que no traicionan al texto. Será
porque con todo y esa transparencia rompe la clasificación de los géneros
involucrando ensayos en sus novelas, navegando de lo histórico a lo ucrónico
como en otro de sus libros titulado La nave de los locos (1984).
Sin banderas, pero sí rasgos distintivos
como la ironía elegante, una intensa sensorialidad en un devenir queer cuyo
tono revela los alcances de su mente preclara, Peri Rossi fue una profesora de izquierda
en Uruguay que debió exiliarse en España y luego en Francia. Se estableció en
Barcelona donde a no ser por los barcos, nunca admitió pasarla bien, hasta que quebró
ese malestar negándose a volver a Sudamérica. Por las ramblas se fue reconciliando con el mundo sin dejar de describir relaciones eróticas donde el
poder o el sometimiento del otro están vedados. En ese sentido, refuerza la
tesis de Carla Lonzi al retratar mujeres clitorianas, no vaginales, no
condenadas a la reproducción o aferradas a un determinismo biológico.
Algunas influencias en la obra de esta uruguaya provienen de la
traducción de los libros de Clarice
Lispector y Monique Wittig, ambas con un estilo poético rotundo; la primera más introspectivo y, la
segunda, consagrada al cuerpo y sus prosopografías, fluidos, temperaturas,
sabores. Esa combinación fundó, tal vez,
la tendencia a describir escenas de la vida cotidiana donde la epifanía la acompaña
al metro, a pedir un trabajo que no habrán de darle, a tratar de hacer una
llamada en un teléfono público que se traga la moneda y le devuelve silencio.
También a un ring, esa arena dramática del amor donde todo es cuestión de
distancia, donde dios nos libre de encontrarnos con la gente que alguna vez
quisimos.
En el poemario Estado de exilio (2002), admite que su casa es la
escritura porque el desarraigo le pidió palabras, así que no puede estar sin
escribir. Esa es su pulsión de vida, el nombre del deseo, el color de la lumbre que la arropa, la va alumbrando para alzarse sobre la marginación, la
pobreza, la periferia del lenguaje que se pliega y extiende
como las velas de su anatomía, barco flotando con las raíces al aire como un clavel
sin tronco donde enlazarse.
Alma Karla Sandoval
Barcelona, noviembre 2021.
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