La decadente Emily en un París que ya no existe
De la primera a la segunda temporada,
Lily Collins, la actriz que interpreta a Emily en París, perdió algunos
kilos. También Philippine Leroy-Beaulieu,
quien encarna a la madura ejecutiva francesa y
antagonista de la serie. Comenzar con esta observación puede ser frívolo, pero resulta
muy diciente en una producción punta de lanza de la estupidización del feminismo
blanco. La joven estadounidense, experta en marketing y redes sociales, creativa,
ingeniosa, todo un remake de Legalmente rubia, pierde chispa en esta
segunda entrega. Finalmente la transforman en la Barbie que parece niña
imponiendo un modelo imposible de cuerpo saludable con una actitud de sociópata
analfabeta como otro personaje de la misma serie la define.
Pero no es solo eso, la chica del
cabello ondulado a todas horas, de clóset amuse, una profesional que se
autoexplota (diría un filósofo coreano) es culpígena, insegura, narcisista,
histérica al punto de negarse el placer por el placer mismo en un París que por
supuesto no es la ciudad luz de ahora: militarizada, cara como nunca y fascista
más que siempre donde la policía baja a los inmigrantes del metro para requisarlos
a la menor provocación. Puedo dar fe. Estuve en ese lugar en octubre de este
año.
Por eso me resulta tan ofensiva y
peligrosa la romantización que este retrato eurocéntrico impone con una mirada propaganda
de la mujer supuestamente empoderada que puede comprarse todos los accesorios
para su outif que se le peguen la gana, salirse con la suya a pesar de
su rala cultura general, de su manera vacía de ver el mundo, de su hipócrita
proceder en el espacio privado donde queda claro que los guionistas no le
conceden la mayoría de edad a las mujeres tampoco en este siglo. No en balde sigue
sin moverse una coma de la Declaración de los Derechos Humanos del Hombre y los
Ciudadanos donde nosotras, por supuesto, no estamos contempladas. No nos vayan
a cortar la cabeza nuevamente por señalarlo.
Francia, cuna de las libertades
individuales, le sigue debiendo al feminismo muchísimos años en materia de
igualdad, fraternidad y libertad. Que no nos engañen, no nos hagan creer que
las francesas que firmaron en contra del #MeToo tenían razón porque su
liberación es un cuento de hadas desnudas, con amantes y Ménage à trois, pero con la misma asimetría en todos los tipos de
relaciones humanas que sostienen, ya que sabemos de quiénes siguen siendo los
privilegios. Si no lo quieren reconocer, allá ellas. Esa es una de las
características del feminismo blanqueado, sus golpes de pecho estadounidenses o
su falsa liberación sexual europea en tiempos de sida, de pandemia.
Llega a tal nivel esa banalización feminista
que mujeres de todo el planeta sin importar su edad, emulan estos modelos
blancos huecos igual que el cerebro de los personajes que se nos muestran como
triunfadoras, incluso las inmigrantes, las latinas también blanqueadas que
toman como un halago que les digan que se parecen a Emily. Conozco al menos a
dos como a otros latinoamericanos arribistas que con pasaporte de algún país de
Europa porque el abuelo o los padres son de ese continente, se sienten más
dueños del espacio Schengen
que los nacidos ahí.
Esa vida de blanca liberada, con la
piel perfecta, que triunfa a pesar de todos los obstáculos en un mundo
capitalista y sexista narrado con maquillaje o filtros de móvil, es la misma
meta que se nos presenta en la mayoría de las las sagas femeninas de los últimos
años pasando por Sex and de City, Esposas desesperadas o la reciente Valeria
en España, etc. Ni qué decir las novelas que imitan también esa fórmula: un
grupo de personajes femeninos con sus patiños homosexuales que se apoyan para
superar sus desventuras amorosas porque esas son el eje del centro de sus
vidas, lo más importante que puede ocurrirles, nada más. Ellas, en pleno 2021 que
se acaba, aún no son dignas de otra épica en las series con millones de espectadores,
en esos negocios millonarios del entretenimiento.
Así que Emily en París ofrece
más de lo mismo, pero con menos carne narrativa, con menos sabor a sátira, y lo que es peor, de una manera cada vez más
decadente vía el dispositivo de una estetización visual donde los establishing
shots parisinos nos hacen creer que esa ciudad es la más hermosa del mundo
o los colores encendidos recuerdan las salas de un kínder porque eso es lo que
nos están diciendo sus creadores: los
consumidores de este tipo de historias son estúpidos, no les ofrezcas tramas
complicadas, solo marcos textuales predecibles (Umberto Eco dixit), sencillos,
con musiquita, chicas guapas, serviles, obedientes a la dictadura de la
anorexia que muestran orgullosas en Instagram, lo cual dicho sea de paso, enferma
aún más la salud mental de las menores que vean esta serie y van creciendo
pensando que ser como Emily es ser exitosa. ¿Qué clase de educación sentimental
están recibiendo?, ¿cuándo podrán emanciparse si cada vez más jóvenes son prisioneras
de la idea de un cuerpo que no es real? Ya lo dijo Fátima Mernissi, sabemos que
al poder le conviene tener a sus mujeres más ocupadas de su ombligo que de la situación
política del mundo.
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