Cómo ganarle a la muerte con una novela
imperfecta
Me van a odiar con esta columna, lo
sé. Dirán que respete la memoria de Almudena Grandes o mejor aún, que debo
esperar a que su cuerpo se enfríe para decir que no entiendo cómo afeitar el
pubis de una menor de edad nos resultaba tan erótico hace treinta años: “Porque
eres muy morena, demasiado peluda para tener quince años. No tienes coño de
niña. Y a mí me gustan las niñas con coño de niña, sobre todo cuando las voy a
echar a perder”, le dice Pablo, profesor universitario, a la joven en una
escena de Las edades de Lulú (1989) que mucha gente, estoy segura, emuló.
Igual muchas compramos el perfil de ese personaje, el fuck boy narcisista
maligno, reforzando la antigua idea de caer rendidas ante una masculinidad
cruel en nombre del amor masoquista que, con tal de darle gusto al otro, nos rebaja
y pervierte. Advierto que no soy fiscal
ni motiva estos párrafos una moralina amarga. Hemos leído a Nabokov, al Marqués de
Sade sin importarnos de este último su biografía signada por un ímpetu criminal que le valió la
cárcel o ese ánimo feminicida que sublimó como pudo en sus novelas.
Lo admito: hay que tener el
talento de la madrileña para que cierta apología de la pederastia, el incesto,
el sexo grupal sin protección en Las edades de Lulú (1989) no nos caiga mal, sino todo lo contrario. También van a decir que no sé nada de literatura,
que soy una farsante con más de veinte años de carrera y un doctorado, pero no
puedo creer que el periódico El Mundo haya considerado esta obra como
una de las 100 mejores novelas en español del siglo XX.
La
misma autora, en el prólogo de la redición de 2005, reconoce algunas fallas: "En ese trance, ocupada casi siempre en la escritura de
otros libros que ya me parecían muy alejados del primero, al consultar Las
edades de Lulú me fui dando cuenta de que, en algunos aspectos concretos,
la novela estaba muy mal escrita. Cuando, a principios del 2004, mi editor,
Antonio López Lamadrid, me recordó que ya habían pasado quince años desde 1989
y que deberíamos renovar el primer contrato que firmamos porque la novela se
seguía vendiendo, me encontré ante una oportunidad inmejorable para evitar, de
una vez por todas, que los dientes me siguieran chirriando cada vez que leyera
una sola frase con cinco adverbios de modo terminados en mente."
Ahí tienen algunos
problemas con la forma más que con el contenido. Eran de esperarse en una ópera
prima traducida a veinte idiomas, premiada, llevada al cine bajo la dirección
de Bigas Luna. Vaya debut. Almudena siempre dijo que esa novela le permitió la vida
que ella quería tener y que nunca podría saldar la deuda. Tenía razón, ninguno
de sus otros títulos llegó tan lejos. Sin embargo, su obra en conjunto se fue
consolidando al tiempo que cultivaba amistades, triunfaba en ferias de libros,
ganaba lectores sin negarse a una familia tal y como la abuela franquista que tanto
recordaba, le exigió formar.
He ahí un pase
mágico que ya quisiera cualquier escritor, el de la hazaña de resolver la
búsqueda de editores ganando un premio de Tusquets, el de salir del anonimato
de un día para otro y aprovechar esa pirueta del destino para escribir sin
traicionarse ni traicionar. Lo hizo lúcida y crítica, como nadie con un sólido compromiso al servicio de los
perdedores de un país que amaba torrencialmente en cada novela de corte histórico
con su pulso, su estilo ágil. Como nadie con una visión que se empeñó en resistir
salvaguardando la memoria. Era de izquierda porque se leyó toda la biblioteca
del abuelo, esas colecciones de clásicos donde aprendió a inventarse héroes
contradictorios, que no obtienen lo que desean sin hondos desafíos, sin dudar,
sin tener miedo, como Ulises.
Quiero pensar que
de ahí surge la libertad de Lulú o de Malena, de esas vidas que devoran los
lectores y luego salen a probarlas más allá del papel, en la carne. Me gusta
imaginar que el feminismo de Almudena como su conversación chispeante
provienen de una mirada sin complejos que se pregunta por qué si ella ha podido
ver el mundo con los ojos del capitán Ahab, los hombres se niegan a admitir que
el punto de vista de una mujer puede ser universal.
Incluso Lulú se confiesa harta de que la vean
como un cordero con un lazo rosa para el sacrificio coincidiendo de ese modo
con la crítica más radical de los años setenta y las décadas posteriores cuando
se asumió que lo sexual es político. El deseo que se cumple no es sólo un mundo
que muere, sino la conciencia de una ideología que se adopta, una postura
frente al mundo que se defiende, a la que se es leal.
La caracterizaban
ese tipo de reflexiones que llevó a la práctica junto con un sentido del humor
a prueba de aburrimiento en las reuniones donde era una magnífica anfitriona. Se
enamoró del poeta Luis García Montero de quien fue esposa, cómplice literaria,
compinche bohemia y musa sin necesitarlo. Fue dueña de su mundo, de un
cuarto y un cuerpo propios mucho más allá de la movida.
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