Tengo el mono rojo porque rojo tengo el cuerpo, signo y biopolítica de nuestros relatos

 Alma Karla Sandoval



Entendemos que el poder busca cuerpos económicamente rentables y políticamente dóciles. Cualquier anomalía genera tiempos agónicos. Para detener esa pausa donde el pensamiento echa raíces, donde su rizoma rompe tuberías, hay que etiquetar, señalar. Mejor dicho, uniformar. Recordemos que un principio fue el capote del torero, la caperuza de una niña, la capa de un superhéroe o el semáforo deteniendo la circulación, controlando, una vez más, el tiempo de la producción. Pero cuando este se desquicia, cuando el horizonte de espera es todo menos la versión oficial, es decir, el guion de un mito fundacional que se inventa como en The Village de Shyamalan, necesitamos nuevos personajes en circunstancias cada vez más trágicas que contentan un espacio de experiencia distópico por antonomasia, por anomalía en su programación.

     De tal suerte que no fue en Matrix, sino V for Vedetta, donde aprendimos que las palabras son más que eso, son perspectivas, y la máscara del líder anárquico fue tomada como préstamo de una novela gráfica a un supuesto movimiento global de hackers justicieros. Luego se descubrió The Handmaid's Tale, distopía de Margaret Atwood, donde, en la divina república de Gilead, los cuerpos gestantes son esclavizados y excluidos de facto vistiéndolos con un sobretodo rojo. En esa novela, la profecía foucaultiana se cumple: renta y sumisión por decreto. Para protestar, las feministas de la cuarta ola en algunos países han llevado ese atuendo con sombrero blanco incluido, una prenda que rememora las cacerías de Salem. De nuevo asistimos a un cruce entre ficción y realidad, a un trasvase cuyo índice alertaba sobre los marcos textuales de un porvenir apocalíptico.

    Esa ruptura de la rampa entre el rey (lo que consideramos el mundo real) y el mendigo (la literatura) inaugura un nuevo carnaval distópico con el que nuestro imaginario postpandémico enfrenta el mundo. Mijaíl Bajtín se refería a la novela como el universo dialógico donde la polifonía era una especie de cambalache sonoro cuyo análisis era urgente. De hecho, lo concretó en la obra de Dostoievski. Ahora, en las tierras visuales de la red, los símbolos deben notarse más que nunca, son contingentes. Pregunten a Las tesis, el colectivo que antes de la pandemia puso a temblar al patriarcado porque sí, “el violador eres tú”. Esas cuatro chicas portaban overoles rojos como los rehenes de La casa de papel, pero sin máscara de venganza. Los que sí van encapuchados son los guardias de El juego del calamar, último trancazo de Netflix, que luego de Parásites, vuelve a colocar a los realizadores coreanos en la cúspide de dramas donde la crítica al capitalismo tardío es feroz y feral. En esa serie, encontramos personajes que recuerdan a la guardia imperial de Star Wars, van armados, portan un uniforme rojo sangre, por supuesto. Color que salta porque indica deseo, pasión, fuerza en la peor de sus acepciones, así como crímenes para detentar la deshumanización de los jugadores que en ese universo son caballos. Abstracciones ante las que debemos detenernos, construir límites, pensar fronteras que desahoguen la tentación de asomarnos a otros abismos y dejar de ser útiles a un sistema en cuyo relato, nuestra condición de cooperantes o cómplices; de internautas, de espectadores o simples usuarios, está segura.

    Si creemos que luego del coronavirus nada puede ser peor, tal vez erramos. El mundo, nos recuerda la historia, no es más que un bucle con variantes que se aplanan. De ahí la urgencia de soñar trágicamente, ya lo decía Nietzsche, porque la verdad es una interpretación, es decir, también un modo exorcizar horrores desde la resistencia que sirve al poder y su apetito de cuerpos, de historias donde la biopolítica imperante revela la vida desnuda que ya José Alfredo Jiménez cantó: la que no vale nada, la que se da y se quita con la facilidad de un tuit o un disparo, ya sea literal o simbólico. En efecto, la vida no tiene valor, así que se puede jugar con ella seis veces, no siete como un gato. 

     Esa representación, ese pacto de lectura, llegó a su pico en Grecia. Por eso el triunfo del teatro donde peripecia, pathos y anagnórisis conforman el sacro triángulo del drama que garantiza rating, públicos aplaudiendo durante largos minutos, cientos de videos en TikTok emulando las secuencias del aquel show oriental, mientras, detrás de la ventana, el calentamiento global no se detiene, el mundo continúa en su declive directamente proporcional a la soberanía de los algoritmos y, serenos, con vacunas, masticamos palomitas de maíz que se nos quedan en las muelas. Lo siguiente, niños disfrazados con monos rojos pidiendo calaverita, dulce o truco; patios de las casas donde se juega a ser calamar, a que te mato o me matas en nombre del dinero. Al final, según esas historias, lo único que cuenta porque es causa y origen del poder ante el cual me someto. Para rebelarme están las series o las manifestaciones como puestas en escena.

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