El apetito de un imán o alquimia del silencio profanado

Alma Karla Sandoval

 

 

La célula cancerosa de una sociedad que mata a las mujeres es la familia. Al interior del patriarcado se aprende a odiarlas y con el paso del tiempo, cuando el hermano, el tío, el primo, el padre o el abuelo las abusa sexualmente se corona el triunfo de una cultura feminicida, esa barbarie de la que habló Walter Benjamin, pero poco se merodea en otras claves. Me entero del más reciente escándalo de la dinastía Pinal: la llamada oveja negra confesó haber crecido no en medio de un rebaño, sino de una manada de lobos. El abuelo, dijo Frida Sofía, la tocaba desde los cinco años y no tenía idea de que fuera algo perverso. En entrevista, el llanto la quiebra, pero revela más: también algunos novios de su madre, la famosa Alejandra Guzmán, abusaban de ella. Oh sí, la farándula en México encontró carroña fresca para alimentarse.

Algo parecido ocurrió con el caso de Gloria Trevi hace más de veinte años. Cómplice de trata, la cantante norteña fue víctima de un ciclo psicopático de abuso, alineación, lazos traumáticos, síndrome de Estocolmo y lo que usted quiera, además de perseguida por la defensora número uno del patriarcado, enemiga de feministas como Mon Laferte: Pati Chapoy, la misma conductora quien ahora abraza, consuela, abre los micrófonos a Enrique Guzmán, abuelo destrozado, según él, por la denuncia en su contra que hace pública la nieta vestida con una playera gastada.

Más allá de ese ardid, la reflexión en torno al valor del silencio de las mujeres no puede esperar. Necesito leer dos libros obligados en mis clases y un ensayo que debo entregar pronto. Sin embargo, este tema me atrae como imán hambriento, como si en vez de sangre, tuviera mercurio debajo de la piel. Mary Beard, quizá la experta clasicista más famosa a nivel mundial, explica en Women and power: un manifiesto, que desde los mitos de Eco y Medusa hasta Hillary Clinton pasando por Angela Merkel, la voz pública de las mujeres ha sido prohibida, castigada, cooptada o regulada por el poder. Ellas no deben ni pueden decir, pero si lo hacen, debe ser bajo los términos, las convenciones, los permisos de quienes incluso hoy, en pleno 2021, insisten en tutelarlas o menospreciarlas.

Dos casos en la esfera global dan fe: el primero, el de la obligada renuncia del presidente del Comité de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, Yoshiro Mori, por sus comentarios sexistas, “las mujeres hablan mucho”, mencionó. Y cómo olvidar esta otra perla japonesa al mejor estilo samurái machista: “Si incrementamos el número de mujeres en los consejos directivos tendremos que asegurarnos de restringir su tiempo para hablar, porque tienen problemas para terminar y es molesto”. Lógicamente este mundo en el que más de la mitad de sus habitantes son mujeres, se le fue encima. El octogenario debió dimitir. No es el caso del autócrata turco Recep Tayyip Erdogan haciéndole el feo a la sofisticada Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, a quien en una reunión con ese mandatario no le dieron un sillón al mismo nivel que al jefe del Consejo Europeo. La alemana se quedó de pie contrariada y solo pudo verbalizar un “ehmmm” porque sí, hasta a las exministras de defensa de los países más poderosos se les sienta “aparte” si tienes el poder de un vejete alfa, el cual encarcela a siete turcas por cantar “El violador eres tú”.

¿Qué es lo que brilla en medio de estas aguas negras? La voz denunciatoria de las mujeres, su autoestima recuperada cuando quiebran la sumisión cuyo dispositivo de control es el silencio. A eso le temen más que a nada: a que hablemos porque, aunque no nos crean o sospechen de nuestras acusaciones, la duda que el testimonio de una víctima siembra en la opinión pública es capaz de tumbar carreras, de darle fuego a la hoguera contraria, de aniquilar reputaciones. Es cierto que muchas denuncias pueden inventarse para ocasionar daños calculados, por venganza, por deporte o para extorsionar. No creo que todas las mujeres del mundo sean sacrosantas palomas y qué bueno porque ellas también llegan a cometer actos atroces, se equivocan garrafalmente, lo que por cierto nos define como seres humanos. Pero en el contexto de este mundo de vetustas resistencias ante el pírrico avance de la igualdad de género, digámoslo: la mayoría de los hombres aún se sienten poseedores del privilegio de disponer a su antojo de los cuerpos feminizados sin importar su condición etaria. Feminizar un cuerpo, como se ha dicho tantas veces, implica cosificarlo, volverlo trofeo, mercancía, botín de guerra, recipiente de efluvios, pizarra donde escribir horror, medio para expresar el poder de la masculinidad aberrante, la que entierra el falo como quien hunde una bandera en la luna que odia y se encarga de que los demás, quienes no son alfa ni colonizadores, se lo aguanten porque, al fin y al cabo, el asesino más respetado es quien la tiene más grande.

Por eso, explica Rita Segato, la guerra en contra de las mujeres, por eso la violación como una ceremonia iniciática que los confirma hombres. Un delito impune, una fiesta para su placer y tranquilidad garantizadas por el silencio de ellas, quienes no saben por qué ni cómo, aprenden a amarlos, a protegerlos con su boca cerrada y abierta cuando él ordena, cuando él necesita taponearla con su pene. Esta descripción explícita que a más de uno incomodará, resulta también simbólica. No solo se viola el cuerpo, pero por ahí se comienza. Cuando una mujer denuncia, y prueba de ello fue el hashtag #MiPrimerAcoso con sus cientos de miles de comentarios, la tempranísima edad en la que iniciaron los abusos en el espacio privado, confirma la estigmatización de la condición femenina como un instrumento político vía la esclavización o la cancelación de su potencia.

Mientras menos pueda defenderse, es decir, cuando es una niña, mejor. Hay que empezar rápido a violarlas para asegurar el statu quo, para que la culpa, la confusión y la vergüenza las acompañen a medida que crecen sin atrever a cuestionarse, sin darles oportunidad de que reaccionen y si no, ahí está el amor romántico para que también entiendan “por las buenas”. Pobre de las inteligentes o valientes, de las insensatas que no siguen órdenes o se recuperan pronto de la violencia en su contra como Medusa, una doncella también abusada, cuyos ojos que miraban de frente convertían en piedra a los violadores, a los que sí pueden hacer, decir, acosar, lastimar, ultimar. Y es que, ¿cómo sacarnos de la mente a Donald Trump tocando a la que se dejara y también a la que no porque los millones de su fama se lo permitían?, ¿cómo pasar por alto que cuando una mujer se equivoca y máxime si no es blanca ni rica, caen las avalanchas de la ley sobre ella?

Veo a Frida Sofía pensando en Casandra a quien nadie le creyó porque la consideraron loca. Recuerdo a tantas sin padres adinerados, famosos. Pienso en mi mejor amiga, en mi madre, en mi hermana, en mí negándome a entregar el cuerpo para conseguir algo de comer porque he sido afortunada, no me han violado corporalmente, pero hay otras formas que mancillan igual. Rechazo el victimismo, pero sé que, ante el influjo psicopático de las sociedades capitalistas y neoliberales, debemos admitir que la palabra víctima no debe seguir enlodándose porque ya es suficiente con su existencia. La recuperación de ese estadio arranca cuando la verdad se dice, cuando los daños se confiesan. Por ello se demoniza el poder femenino de convertir el dolor en justicia o en otro poder, el que cura, el que salva de las familias tenebrosas.

 

 

 

 

 


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