Jane Campion y sus hilos de agua

Alma Karla Sandoval 

 

 

 

Nos enseñan qué es el tono cuando estudiamos literatura, que aprendamos a distinguirlo requiere montañas de novelas. También nos hablan del narrador, del cronotopo y de la atmósfera. Para entender este último elemento es necesario ver buen cine. Jane Campion (1954), directora nacida en Nueva Zelanda y fanática de Frida Kahlo, es una maestra en el arte de crear ambientes con imágenes sensoriales, subterráneas. El genio de la creadora de “El piano” (1993) radica en su dominio de la teoría del iceberg. Lo que vemos en pantalla es un pedazo de emoción que congela, pero nos derrite. Esa paradoja poética es su sello. Los personajes que habitan esas historias llevan un mundo por dentro que irá asomándose de a pocos. No en balde hay agua en sus narraciones, purificaciones internas donde el cuerpo se hunde para lavar la vida.

     “The Power of the Dog” (2021), la más reciente entrega de Campion, referida como un femiwestern por Jorge Ayala Blanco, es una pieza monumental otra vez hacia dentro. Los planos que no traicionan al género en el que la cineasta filma con su estilo: metáforas silenciosas o airadas, elipsis cuya información se suministra sin concesiones, se convierten en espejos de la homofobia, la misoginia, la venganza o el alcoholismo; por eso mantienen al espectador atento, intrigado con la tensión dramática de una cadencia visual hechizante que obliga a ver lo invisible. Eso es lo que hacen los poetas, es el flujo de una voz musical y conturbada lo que nos altera. Así es como Jane Campion observa el mundo, a sabiendas de que está roto, tullido o no funciona porque los mecanismos de la condición humana no saltan a la vista, porque somos mucho más de lo que mostramos. Somos lo que escondemos, las historias anteriores a la historia del presente que nos impulsa, ese aire de montaña de los días que oxigena nuestra memoria y el resultado, diría Sartre, de lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros.

     Si hay arte indiscutible en el trabajo de esta directora, también encontramos una apuesta que deconstruye nociones políticamente correctas, que nos hace pensar hasta dónde llega una persona supuestamente débil, atacada, reducida a una caricatura heteropatriarcal. No es la primera vez que la autora nos manda ese mensaje. Los hombres desnudos, los machos alfa de sus películas sobreviven a la crisis existencial de las masculinidades que exigen tributos, a la violencia que les impide amar libremente, soltarse, ser como un pañuelo con iniciales bordadas: etéreos, vulnerables, puros en el aire del río o el mar. 

    Las mujeres, en cambio, son los corderos que se sacrifican, pero hay una secreta dignidad, una actitud suicida como último recurso, una fortaleza de Casandra, Electra o Dido. Ergo, el punto donde ellas y ellos logran encontrarse se da mediante un contrato: matrimonio como única salida, pero sin vivieron felices para siempre porque no hay hadas ni faunos. Lo que nos da se traduce en una oferta simbólica brillante conformada por sinestesias, trozos de salmos como sombras en los montes, caballos, pieles de animales y de hombres para trenzar sogas, correas, riendas. El mismo control de siempre que solo la poesía visual transforma en un hilo de agua escapándose del ojo.



 

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