Cuando la escritura desea ser deseada

Alma Karla Sandoval



Si el texto debe probar que me desea, tendríamos que corresponder releyéndolo, en algunos casos, defendiéndolo. Para eso escriben algunos, para que los quieran o no los abandonen. El lenguaje, cuando no repele, se encuentra erotizado, cargado de un carisma irresistible, de un estilo atrayente. Si de por sí es difícil la escritura, sin que alguien nos lea o responda al coqueteo, esta se traduce en un martirio.

      Las escritoras lo saben, lo sufren un poco más, aunque eso no signifique que a ellos no les afecta la ausencia de lectores. Por eso los buscan estratégicamente. Sin pudor, les pasan sus libros inéditos a varios amigos para ver qué opinan. No es extraño que cuenten con una ex, una novia, una amiga lectora contumaz, una amante o lo que sea, dispuesta a retroalimentarlos, a nutrirlos. Con esa sangre vuelven al texto, corrigen, desechan, acicalan sus obras. A veces consiguen el objetivo: seducir a una editorial, a un jurado, al mercado. Se salen con la suya porque antes, durante y después no estuvieron solos en realidad. Alguien les probó que los desea, los escuchó, los leyó, les dijo lo que había que ser omitido o no.

       La mayoría de las escritoras funcionan a lo Zambrano: en una soledad a la larga riesgosa aun cuando sea comunicable, ellas transitan periodos de inseguridad enfermiza, de duda tóxica. El complejo de inferioridad devenido de la orfandad de género, el síndrome de la impostora o el imperio del agrado en cuya autoridad han intentado domesticarlas, erigen muros que deben saltar al mismo tiempo que escriben o intentan hacerlo arrullando a un niño en una cuna, escuchando la palanca del excusado activada por el marido, pensando en la comida del día siguiente, en la ropa que se lleva a la tintorería, en las tareas, el ballet, las colegiaturas, las cremas porque el rostro se cuelga, el ejercicio porque ya no somos tan deseables.

      Deseo otra vez. Ganas de confirmar que lo otro o el otro me busca, que se le va el cuerpo a donde estoy, que reacciona frotando su lenguaje contra el mío; que responde el saque de ese juego llamado conversación y que no se cansa, devuelve la pelota feliz, también alumbrado. Así se da la cadencia, como en un clímax compartido. La verdadera lectura es esa, la que se va deseando cada vez más páginas a medida que se huele, se toca, se escucha. Recorrer cuerpos como libros, entrar y salir de ellos bajo la hipnosis del placer.

     “¿Cómo puedes estar segura de que él te ama si no te lee?”, le preguntó una escritora a otra destrozada por el abandono. A pesar de que esa lógica opera como analgésico, no amortigua el golpe ni las heridas del rechazo. Muchas no se recuperan, quedan lisiadas, paralíticas, callando. Si bien a los hombres los castran de otras maneras y se convierten en Bartlebys sexis, a una mujer de por sí leída bajo sospechosa y desde criterios de calidad hegemónica, el tiempo o la competencia se la chupan completa si no publica, si no demuestra con premios o el reconocimiento de otros, que existe, que sí es una escritora.

      De ahí la importancia del halago, de la atención al texto, de la mirada cariñosa, urgente en ocasiones, que ellas necesitan cuando escriben. No hablo de padrinazgos ni recomendaciones como pago por favores de otra índole, la sexual, por ejemplo, sino de una mirada abierta y no prejuiciosa, de un acercamiento a lo que la otra produce sin considerar menor su trabajo porque es mujer. Dos ejemplos de esa lectura desinteresada que marcó la diferencia para muchas son José Emilio Pacheco y Julio Cortázar. El primero leía todo lo que sus colegas escritoras, casi siempre más jóvenes, le llevaban. Hacía una revisión puntual y recomendaba, muy respetuosamente, qué hacer con esos manuscritos si les faltaba cocción. Del segundo sabemos muy bien cómo se empeñó en animar a Alejandra Pizarnik y de qué admirada manera celebró la obra de Cristina Peri Rossi.

      Habrá, desde luego, otros casos, pero también episodios oscuros de quienes se roban la autoría de sus compañeras o queman sus libros. Pero también se encuentran otras formas de hacer daño: la crítica despiadada, “constructiva, por tu bien”, la burla o, simplemente, la indiferencia. No leerte si vives por o para las palabras significa anularte. Algunos lo intuyen y se alejan sin estar muy seguros del porqué. Otros, a quienes de plano les molesta tu oficio, piden que ya no escribas más o cambian de tema cuando hablas de tu obra. Entonces una debe irse, pero se queda creyendo que, si lee lo del otro y opina al respecto, recibirá el mismo trato. Pero no, no siempre. Entonces, con más razón hay que salir huyendo, pero una se queda intentando hasta el final. Ya sabemos cuál es el resultado.

   Margaret Atwood asegura que el deseo de ser amadas es la última ilusión, si renunciamos a él, seremos libres. De acuerdo, pero si realmente subvertimos las formas y los significados del amor romántico, enfrentaremos un vacío insoportable. Se necesita el vigor de Hércules o la fuerza de Atlas cargando el mundo para arrojarlo, tal como nos lo inventaron, mucho más allá del cosmos. Entonces quedará nada y desde esa nada amaremos, pero cuidado porque ahí, todavía, no llega nadie.

     “Escribir para el cajón es masturbación”, escuchaba decir en la Escuela de Escritores de la Sogem en México. En términos de autocomplacencia, no es que eso esté mal ni bien, pero el receptor importa, aunque “nadie ama a otro, sino lo que de sí hay en el otro”, como escribió Pessoa; aunque “para amar basta con uno”, según el platonismo. El receptor y su deseo de mí que es su deseo de él, de lo que pudo haber imaginado, dicho o pensado, surte un efecto determinante porque da la casualidad que siento eso mismo, que lo descubro para que él se identifique y de ese modo derribe el hartazgo de esa soledad compartida.

      También por ello buscamos que nos deseen, por un momento alguien nos ayuda a cargar las frustraciones, decepciones, las cegueras como en ese libro de Saramago. Ya es difícil avanzar solos entre el aire acerbo de las pandemias visibles o invisibles, con el ya no saber cómo acercarnos entre el consentimiento, el miedo a perder poder si me rindo antes o si informo de mi deseo precipitadamente. Sí, queremos tener “algo”, pero no asumimos retirarnos del mundo de la misma manera en la que una buena lectura lo demanda. Algunos quieren leer tres o cuatro libros al mismo tiempo. Si les resulta, se hartan o se estresan. Ahí es donde la viabilidad de la metáfora se rompe: cuando se es un o una lectora deseante, las bibliotecas no bastan, te sacan de esos espacios para ir rumbo a la vida.

 

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