Era el sonido de su mundo derrumbándose

Alma Karla Sandoval

 





Un corazón rojo en una ventana de WhatsApp. Miles de kilómetros de distancia y un tiempo sin tiempo confinando. Solo un corazón rojo porque los hay verdes, amarillos, negros, azules y violetas como las lentes intraoculares con las que miro el mundo. Regreso a lo rojo. Segundo día de menstruación. Cada mes tengo más miedo de que la sangre no vuelva. Tomo colágeno, ácido hialurónico. Camino subiendo las pendientes de un fraccionamiento con palmeras. Soy una mujer sola por más corazones rojos y videollamadas. Como todas, espero a Godot de este lado de la vida en medio de la peste. Digo “este lado de la vida”, pero no sé dónde queda eso. A ciegas, como una poeta conversando en la penumbra, resistiendo. Pero me interrumpo, aunque viva en obra o el mito siga dando de comer hemos aprendido que siempre es por ahora, que siempre es todavía, como aseguró Machado; me detengo, decía, dejo de escribir porque suenan las notificaciones de Facebook. Me etiquetan en protestas: tres fotos de mujeres desaparecidas, precios que suben, acosos justamente se revelados. La misoginia de siempre y los ecos de las frases que asaltan este hilo de letras como una cuerda floja o un lazo de mujer anti-maravilla para ir escupiendo un poco de verdad entre la cura y el veneno está la dosis, decía Paracelso: “El feminismo es odiado porque las mujeres son odiadas. El anti-feminismo es una expresión directa de misoginia; es la defensa política para el odio hacia la mujer”, expresó Andre Dworkin, y recuerdo la sutil advertencia, ¿o amenaza?, de Octavio Paz en una conversación con Anilú Elías por allá de 1975 (el año en que nací): “La lucha que ustedes, las mujeres, están emprendiendo es guerra atómica: es romper el átomo del poder en el núcleo. Junto a ella todas las demás revoluciones de la humanidad resultan meros epifenómenos… pero ¿están preparadas para la contrarrevolución”. 

     La respuesta es sí, porque con todo y el pinkwashinng, la interseccionalidad sospechosa, la medicalización de nuestra existencia, así como el confinamiento retrógrada que biopolitizando la vida vestida de nosotras, nuestras cuerpas, convirtió en virus nuestro grito; con todo y los nuevas cooptaciones o la sanguinaria caza de brujas que resurge como antaño que es ahora, acá estamos rodeadas de fantasmas que nos cuidan, acá seguimos coloreando el paisaje forense de las más de dos mil fosas, acá hablamos de ellas, de las que buscan a sus hijos, de las que no tienen para comer el día de hoy, de las que son prostituidas, discriminadas, quemadas, mutiladas, degolladas, descuartizadas… Hemos aprendido el lenguaje de ese horror negándonos a normalizarlo, a dejarlo de ver, a volverlo un lugar común que “ya choca” porque sí, con las gafas violetas “eres insoportable”, “ya van a empezar otra vez”, “el patriarcado no existe” , “feminazis mal cogidas” y más bazofia en el corifeo de un escenografía infernal donde nosotras, haciendo política donde lo prohíben y no callando tal y como lo imponen,  nombramos cada vez mejor lo que han invisibilizado, desde micromachismos unicelulares hasta la barbarie de la colonialidad expresada con los silencios sepulcrales de los feminicidios, ¿cuántos son México, diez o más al día?, ¿cómo ha sido posible?  Responderlo es fácil: no nos quieren vivas ni literal, ni simbólicamente hablando. La contrarrevolución a la que se refería Paz, un hombre que quemaba el cuerpo literario de su esposa, a quien amenazó con pulverizar como si ella se tratara de un personaje de Los recuerdos del porvenir o Pedro Páramo, es la guerra en contra de las mujeres sobre la que tanto se ha escrito, sin detenerla, durante los últimos años. El Nobel mexicano la vio venir e instaba a que siguiéramos siendo “el descanso del guerrero o las susurradoras del héroe”, que nos conformáramos con el lirismo de Salvador Díaz Mirón y amáramos ser “palomas para el nido”. Pero como bien escribe Foucault, el poder no controla sus efectos y la “anomalía” que somos significa resiliencia ante una sola historia racista, un anclaje patriarcal del que solo saldremos muertas si no lo desenterramos.

 

La última marcha del 2020

 

Iba a ser un 8 de marzo histórico y lo fue. En punto de las dos, con la clara luz de la tarde, cientos de grupos de mujeres se acercaban a la Plaza de la Revolución de CDMX.  La mayoría con ropa negra o violeta, paliacates, sombreros, mochilas y pancartas. Varios colectivos habían citado en ese punto de la ciudad donde los contingentes pluridiversos se enfilaban acordonados.

     Antes de que comenzara el recorrido, la galería de consignas, el maquillaje en los rostros y las capuchas le dieron alma bizarra a la manifestación feminista más grande de la que se tenga recuerdo. La concentración se daba en plena coyuntura de la que surgió el Primer Paro Nacional de Mujeres en el país de la diosa Coatlicue, señora de la muerte y de la vida.

De ahí que la marcha, cuyas acciones directas dejaron claro que la primavera en femenino llegó para quedarse, que el patriarcado en voz de las manifestantes: “Se va a caer” porque “hay que quemarlo todo” y “ante la violencia machista, autodefensa feminista”; congregó a más de 150 mil personas entre las que centenas de jóvenes demostraron que entendieron pronto cómo se responde ante el paisaje forense de una nación con más de cuatro mil desaparecidas tan solo en 2019.

      A decir de la escritora Laura Castellanos, esas muchachas que protestan radicalmente han sacudido al gobierno de Andrés Manuel López Obrador quien, en pleno Día de la Mujer, cimbró al país con estas palabras en un acto público: “A lo mejor no les va a gustar a algunos o a algunas lo que voy a decir, que no se puede omitir la aportación abnegada, así, lo repito, la contribución ab-ne-ga-da de Margarita Maza de Juárez”.

     Tal vez por eso y por muchos otros motivos, la rabia de las jóvenes feministas que Castellanos estudia advirtiendo que varias son menores de 25 años, provienen de clase media o popular, se mueven en transporte público y protestan en colectivos particularmente femeninos: “Su belicosidad es proporcional a la violencia a la que están expuestas, pues ellas han crecido en un país invadido por fotografías de rostros de mujeres desaparecidas que se difunden en los espacios públicos mediante anuncios de búsqueda, notas en los medios de comunicación y peticiones de ayuda en las redes sociales”, expone la columnista de The Washington Post.

     Con esa clase de estímulos se encendieron las consignas: “¡Ahora que estamos juntas, ahora que sí nos ven, que viva el feminismo que va a vencer, que va a vencer, y abajo el patriarcado, se va a caer, se va a caer!”, “¡este día no es de fiesta, es de lucha y de protesta!”, “¡Te dije que no, pendejo, no; mi cuerpo es mío, yo decido, tengo autonomía..!”, “¡amiga, hermana, si te pega no te ama!”, “¡hay que abortar, hay que abortar, este sistema patriarcal!”, todas replicándose, volviéndose una invisible serpiente prehispánica de ecos mientras la brisa en la Alameda Central arrancaba pétalos de las jacarandas y Ana María, una niña de cinco años, los capturaba con su manita derecha, pero alzando en puño el brazo izquierdo para repetir varias veces: “¡Mujer, escucha, esta es tu lucha!”.

     Los ánimos subieron de tono a la altura del Palacio de Bellas Artes donde los grupos de jóvenes encapuchadas comenzaron a destrozar las vallas de seguridad de los monumentos, así como algunos paradores de autobuses. Los rostros sorprendidos de varias y varios que apoyaban la marcha eran como un mural de José Clemente Orozco, un largo lienzo expresionista y desencajado.

     Entre el estupor, la desaprobación, el registro con celulares en ristre, las chicas con la cara tapada prosiguieron con su tarea: romper, destrozar, dejar huellas de spray no solo en los caballos y los jinetes de piedra, sino en el suelo mismo. Así lo hicieron tres que actuaban rápido. Una, con la cara cubierta solo con el típico pañuelo verde, se arriesgó a escribir: “No le debo nada al Estado”. Lo cierto es que ocurre exactamente al revés, en tierra azteca se registran diez feminicidios diarios y algunas expertas aseguran que, si no se frena esa escalada, en tres o cinco años la cifra podría alcanzar los quince o diecisiete.

     Marcela Lagarde y Rita Segato vienen advirtiéndonoslo desde hace dos o tres décadas. La primera, en su más reciente entrevista para el diario El País, denunció que cualquier mujer en México está en riesgo frente a los hombres. La segunda en su libro, La guerra contra las mujeres, explica que Ciudad Juárez era una bolsa de muerte encapsulada que fue rompiéndose hasta llegar a esta mortandad solo comparable con ese “genocidio transcontinental” que fue la caza de brujas, un macabro dispositivo para impulsar la creación de la mujer doméstica, término que Silvia Federici acuñó.

     No en balde varias protagonistas en la manifestación llevaban, precisamente, sombreros de bruja. Son incontables los videos donde varias de ellas acompañaban a las otras, las que usaban el uniforme ya típico de la protesta extremista: pasamontañas, guantes, pantalones y blusa negra, mascarillas de oxígeno o goggles para protegerse del polvo, el humo, la diamantina y el olor de los solventes. Vaya que son necesarios en esas brumas que destantean a la “policía patriarcal” como la han llamado, a los graneros hombres y mujeres colocados en las orillas de las calles, una en especial: Cinco de mayo, donde la vanguardia de la marcha entró en el zócalo capitalino rompiéndolo vallas de contención.

     Eran las 3:22 cuando en la esquina con Filomeno Mata, grupos autodenominados como Redfem dibujaron cruces, la “A” anarquista y escribieron quejas contra AMLO en las paredes. Después derribaron algunos muros que protegían el viejo edificio de Pesas y Medidas, así como los vidrios de la puerta del banco HSBC. Resulta difícil condenarlas. A unos diez metros antes de llegar a ese punto, una pinta violeta en el suelo erizaba la piel: “Fernando me violó”, y si se levantaba la mirada, en dos cartulinas se encontraron estas frases: “Los machos nos matan en México”, “¿Escucharon? Es el sonido de su mundo derrumbándose”. 

     Desde Juárez se les vio cerrándoles el paso a los guardias que trataban de dispersar a las jóvenes quienes corrían en contingentes al igual que preciosos remolinos. Las demás que avanzaban al centro de la avenida, aplaudieron y apoyaron a las “destructoras” con un grito apache. Luego de que estas derribaran contenedores, de metal o madera, irrumpió otro grito: “¡Fuimos todas!, ¡fuimos todas!”.

     En el aire, más humo violeta o verde. Dos zumbidos competían: el de media docena de drones y el de los tasers que haciéndolos sonar se levantaron luego de uno de los cantos más estremecedores: “Ingrid no se murió, Ingrid se hizo millones, se hizo millones, Ingrid soy yo”.  Entonces dos mujeres se abrazaron llorando y otras declaraban su enojo aplaudiendo hasta que sus manos enrojecían para entrar así en la Plaza de la Constitución con todo lo que esa marea violeta significaba, “una exhibición de fuerza”, como informó la prensa internacional pocas horas más tarde.  Pero cabe señalar que no se trató solo de un espectáculo, sino del arte de poner el cuerpo cuando les han arrebatado todo, incluso el temor.

     Ya en la plancha del Zócalo, diversos contingentes descansaron, por ejemplo, los grupos de las madres que buscan a sus hijas, las damnificadas de sismos, las que tienen alguna discapacidad, las indígenas, las Radfem, las de un gigantesco pañuelo verde, las que cargaban una vagina enorme, como si fuera una santa entre flores y musgo. Sentadas, compraban nieves, botellas de agua, se limpiaban el sudor en medio de un mitin justo detrás de Palacio Nacional que estaba dándoles la bienvenida a miles de manifestantes a la par que elocuentes oradoras denunciaban un boquete en la Cinco de Mayo donde la policía trató de dispersar o hacer más lento el tránsito. Pero el flujo morado era imparable. A las 4:15, las primeras feministas desplegaron, justo en lo más alto del tablado frente a la Catedral Metropolitana, la bandera nacional con la leyenda: “México feminicida” mientras los gritos, los cantos, continuaban reproduciéndose hasta que una joven de cabello y piel muy clara, ahí también en lo alto, se quitó el top y mostró los senos. Solo una entre miles. Así es esta nación colonial porque si se tratara de Chile o Argentina, los cuerpos semidesnudos y las denuncias escritas en ellos serían decenas. 

     Lo que siguió fue otro sonido: el de una bomba que levantó tres largas nubes de humo negro y que obligaron, a las cuatro y media de la tarde, a varias mujeres a salir del lugar. Pero las voces de las protagonistas del mitin con potentes micrófonos, las conminaban a permanecer justo ahí: “Favor de quedarse en el centro de la plaza, ahí están seguras, compañeras. Son hombres quienes están soltando esas bombas, no nosotras”, era la recomendación. Veinticuatro horas después se supo que fue una mujer policía infiltrada la responsable de lanzar esa bomba molotov. No obstante, varias personas se marcharon, pero llegaban otros contingentes, más refuerzos desde la avenida 20 de noviembre en cuyas banderas verdes se leía el nombre de diversos sindicatos.

     “Si esto no es una revolución, no sé qué es”, le dijo una señora en silla de ruedas a sus dos hijas que rápido abandonaron la plaza empujando el transporte materno con una pancarta y este mensaje: “Las prefiero vivas y violentas que desaparecidas, violadas o muertas”. Justo entonces otros ruidos, sirenas de ambulancias y helicópteros que no opacaron la canción de la lumbre. Hasta pasadas la seis de la tarde, las feministas corrieron, bailaron tomadas de las manos y también saltaron triunfantes hasta que el cansancio las venció alrededor de las hogueras ahí, en el corazón de Tenochtitlan, junto al Templo Mayor donde tenían lugar los sacrificios. Siglos después, esas jóvenes que se saben portadoras del legado de sus ancestras, que las sienten detrás suyo, le gritaron al universo que sí, la mejor defensa es el ataque.

 Editopatriarcado

 

1.      Vete a CDMX. La provincia no existe en el imaginario mediático intelectual mexicano.

2. Debes haber sido becada del FONCA o la Fundación para las Letras Mexicanas. Si no, ni te hablan. Los FOECAS y PECDAS son de chocolate por su origen.

3. Tu obra no debe tocar temas sociales. De inmediato serás tachada de naca o resentida.

4. No publiques nunca, pero nunca, en editoriales independientes. Si lo haces, te quemas. De inmediato eres vista como un fracaso, como una arribista que paga sus propios libros.

5. Apuesta por los premios grandes o prestigiosos. Aguanta lo que tengas que aguantar, pero trata de ganarte uno de ellos. No participes en juegos florales ni te "ensucies" mandando tus engargolados a provincia. Si te ganas un premio internacional, te consagras: malinchismo puro, es decir, también clasismo del mejo.

6. No parezcas demasiado combativa, rebelde ni inteligente. No les gusta el brillo sin modular. El medio intelectual mexicano aplaude tu mesura, tu simulación, tu poca originalidad, tu fuerza medida, tu conservadurismo que no les exige dar más, sino mirarte con cierta admiración: "Mira, es buena escritora", lo único que les falta decir es que "te portas muy bien".

7. Si tus respuestas son superiores a las preguntas en las entrevistas, olvídate de que las publiquen. Ningún reportero quiere pasar por tonto. Además, desde el momento de la charla te tuercen la boca por "sabelotodo", porque se dan cuenta de que ellas o ellos no han leído lo suficiente. A un hombre hasta le dan la primera plana. Ellos sí tienen permiso de ser demasiado.

8. Así que no puedes andar exhibiendo a nadie ni mostrarte auténtica. Tienes que ser "fácil de trato": condescendiente, una buena chica escritora limpiecita, sin lo que llamo perfume de sintaxis sucia. Hay muchos ejemplos. No es necesario dar nombres.

9. Vete al extranjero a hacer una maestría, un doctorado, una especialidad, una residencia, lo que sea, y vuelve con aire de que el mundo no te merece.

10. Si vas a ser una escritora maldita, una "femme fatale", una vampiresa, disfrázate a todas horas del personaje elegido. Así saben que estás fingiendo, que en realidad eres una persona común. Por lo tanto, no los angustias.

11. No condenes nada. Aplaude como foquita blanca y dulce. Quédate callada. A eso le llaman "inteligencia", a participar en la simulación, a ser cómplice de un circuito editorial donde las niñas bien con talento le dan la espalda a la literatura que vale la pena. Aclaro, nadie niega que tu obra vale la pena, pero para que no le corten el paso, debe respetar las reglas y tú tienes que arrodillarte con mucha clase ante el orden establecido.

12. Vístete lo mejor que puedas, combinada, sin fodonguez; arréglate rara, vintage, dark, pero con estilo. Huele bien, a fragancia costosa.

13. Haz amigos con buenas relaciones y no pierdas el tiempo con gente a la que debas enseñar o escuchar. Júntate con editores elegantes, con traductores que viajan por todos lados, con autoras cuyos jefes o maridos pueden ayudarte o recomendarte a encuentros, festivales, etc.

14. No tengas el mal gusto de vivir en México una vez que te hayas ganado una beca, un premio gordo o conseguido una pareja en otro país, etc.

15. Condena las marchas porque huelen mal (sí, todos sabemos el nombre de la joven escritora millonaria a quien me refiero, alguien que cumple al pie de la letra más de diez puntos de esta lista).

16. No se te ocurra pelearte con alguien de cierto poder en el mundillo cultural de México.

17. Cero ironías, sarcasmos. Cámbialos por silencio y por una obra que toque la naturaleza humana sin compromiso de ninguna clase porque la literatura, repite, hasta el cansancio, "no es sierva de nada ni de nadie".

18. No te autopromociones porque es de mal gusto. Si de por sí silencian tu obra por buena, porque denuncia, por original, hazles caso: lo tuyo no vale nada, con esos temas no llegarás a ningún lado.

19. Si vas a ser poeta, no se te ocurra escribir narrativa. No brinques de un sitio a otro porque eso es promiscuidad y la crítica mexicana es mocha, es machista, es envidiosa. Cuidado si te ganas premios en más de dos o tres géneros. Si eso ocurre, dirán que no son reconocimientos valiosos, que eres aprendiz de todo y que tu voz no madura en ningún registro. Sí, los argumentos del mediocre, del que sólo puede o tiene ganas, porque es flojo o necio, de escribir en una sola dirección; del que tiene miedo de experimentar.

20. Si eres lesbiana, te darán una palmadita varonil en el hombro y entenderán que por eso eres tan buena escritora, te perdonarán porque, después de todo, lo tuyo sí importa porque no escribes como mujer. Pero si no, si eres heterosexual, no fea, segura, afirmada, talentosa, crítica y fuerte, te van a destrozar o ningunear para que no avances. Se van a unir para volverte invisible o participar, juntos, en el escarnio. Insisto, abundan los ejemplos.

21. Si eres morena, gorda, con un defecto físico, si perteneces a una etnia indígena, será más complicado si no capitalizas, si no vendes bien esa diferencia. Pero ojo, más allá de lo evidente, si eres pobre, despídete. Eso sí lo tienes que esconder.

22. Acuéstate con alguien que te dé "categoría", pero haz como que no lo sabes. Finge demencia. Si eres talentosa y sabes moverte en las aguas apestosas de la doble moral, tienes el éxito garantizado.

23. Tus vicios serán multiplicados siete veces siete. Es decir, mientras ellos son vistos como tipos duros, valientes, arriesgados, bohemios, por beber y/o drogarse, tú no. A ti te harán cachitos. Una escritora bien es una niña bien en México.

24. Prepárate para las comparaciones y asume que saldrás perdiendo.

25. No hagas listas, no escribas en tu muro lo que te da la gana, no seas libre y, mucho menos, feminista declarada abiertamente. Preocúpate por el qué dirán, cuida tu imagen, engáñate y engaña.

 

Posdata sin corazones

Terminan los días rojos al tiempo que estas líneas. Ya no espero, me voy al mar porque también es de Circe, de Penélope y Calipso.

     Empaco una mascada verde.


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